Por Emilio Castejón. Miembro de la QAsociacion Española de Higiene Industrial.
Durante muchos siglos los efectos
dañinos del trabajo sobre la salud de los trabajadores no fueron
considerados por la sociedad como algo que mereciera la realización de
acciones encaminadas a evitarlos. “Ganarás el pan con el sudor de tu
frente”, dice la Biblia: que el trabajo produjera sufrimiento,
enfermedad y muerte era pues algo natural de lo que no había que
preocuparse en demasía.
Por ello, los abundantes conocimientos
acumulados por los estudiosos acerca de las enfermedades producidas por
el trabajo sirvieron de escaso estímulo a la adopción de medidas
encaminadas a evitar sus efectos perniciosos.
En algunos casos, sin embargo, los daños
eran de tal magnitud que la adopción de medidas de protección y
prevención se reveló como absolutamente necesaria… para asegurar la
viabilidad económica de las explotaciones. Esta fue la situación, por
ejemplo, de las minas de mercurio de Almadén, de cuyo “catástrofe
morboso” nos dejó cumplida noticia el doctor José Parés y Franqués (1).
Los cambios tecnológicos, económicos y
sociales asociados a la Revolución Industrial hicieron que se produjera
un punto de inflexión en la forma de valorar el fenómeno, que pasó a
considerarse como un problema para oponerse al cual comenzaron a
aprobarse leyes encaminadas inicialmente a proteger a las mujeres y los
menores, los dos grupos más castigados por la insalubridad y la
peligrosidad de las primeras fábricas.
La primera de esas leyes fue la Health
and Morals of Apprentices Act aprobada por el parlamento británico el 2
de junio de 1802. La ley introdujo la obligatoriedad de unas elementales
normas de limpieza de los locales de trabajo, limitó la jornada laboral
de los menores y exigió a los empresarios que dieran educación a los
aprendices.
Bastante más tarde llegarían las leyes
específicamente orientadas a prevenir los accidentes de trabajo (en
España, la Ley de Accidentes de Trabajo se aprobó en enero del año 1900)
y más tarde aún se promulgó la Ley de Enfermedades Profesionales de
1936 que, publicada en el BOE el 15 de julio, careció de vigencia
práctica y no tuvo continuidad después de la guerra civil, al considerar
los nuevos gobernantes (y quienes les han sucedido hasta ahora) que se
trata de un tema que no merece una regulación de tal nivel.
En otras latitudes, en cambio, la
preocupación por las enfermedades profesionales comenzó mucho antes. En
1910 tuvo lugar en Chicago la primera conferencia nacional sobre
enfermedades profesionales en la que se creó un grupo de trabajo formado
por representantes de la medicina, la ingeniería y la química con el
encargo de investigar la magnitud del problema y proponer una estrategia
de ataque contra las enfermedades profesionales (2). Y en 1915 el U.S.
Public Health Service organizó su Division of Industrial Hygiene and
Sanitation: la Higiene Industrial ya tenía nombre oficial y en 1919
tuvo, además, revista propia editada por la Universidad de Harvard: el Journal of Industrial Hygiene.
Posteriormente la nueva disciplina llegó a la universidad donde,
especialmente en los Estados Unidos, ha alcanzado el nivel de titulación
universitaria de posgrado en múltiples universidades.
En los cien años transcurridos desde
entonces los higienistas industriales, muy a menudo en colaboración con
los médicos del trabajo, han prestado a la sociedad servicios relevantes
que han permitido descubrir y controlar los efectos dañinos de
múltiples factores de riesgo presentes en el medio ambiente de trabajo.
El futuro, sin embargo, se presenta
lleno de retos apasionantes. En primer lugar, la precarización
generalizada del trabajo ha convertido en cada vez menos frecuente la
figura del trabajador o trabajadora que desempeña un mismo puesto de
trabajo ocho horas al día, cuarenta horas a la semana, durante toda o
casi toda su vida laboral, lo que dificultará el establecimiento de las
relaciones causa-efecto entre los agentes ambientales y las posibles
enfermedades derivadas de la exposición a los mismos.
En segundo lugar, y a pesar de la mejora
que representa el reglamento REACH respecto a la evaluación de los
riesgos asociados a la utilización de sustancias peligrosas – el ámbito
en el que históricamente nació la Higiene Industrial -, la aparición de
los nanomateriales, para la mayoría de los cuales no se dispone aún de
métodos de medida estandarizados ni de valores límite, el escaso
conocimiento que se tiene sobre sus posibles efectos sobre la salud de
las personas y el medio ambiente y la introducción en el mercado de
miles de productos que los contienen conforman un panorama en el que los
higienistas industriales.
En tercer lugar, la incorporación al
ámbito de competencias de la higiene industrial de nuevos y complejos
factores de riesgo (piénsese por ejemplo en las radiaciones
electromagnéticas o los láseres) hace virtualmente imposible que una
misma persona pueda dominar todos los aspectos del medio ambiente
laboral y conduce inexorablemente a la especialización.
Todos estos retos contribuirán sin duda a
que los higienistas industriales, una vez más, aporten a sus
conciudadanos soluciones que contribuyan a que su salud no se vea
negativamente afectada por su trabajo.
Para alguien que, como yo, dedicó de
forma exclusiva los diez primeros años de su carrera profesional a la
Higiene Industrial y posteriormente se ha mantenido próximo a ella, el
hecho de que la Asociación Española de Higiene Industrial haya acordado
nombrarme socio de honor es una inesperada recompensa que, próxima ya mi
jubilación, agradeceré y recordaré durante muchos años. Sinceramente,
muchas gracias.
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